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Sobre el amor y otras cosas no menos importantes DEFENDER LA ALEGRÍA Un cuento de Eduardo Minervino
“Rompí en llanto. No pude contenerme. Hubiera querido convertirme en cualquiera de esas pequeñas cosas, que te acompañarían en ese viaje que te separaba de mi.
Rompí en llanto. O mejor dicho, el llanto me rompió en mil pedazos”.
No fue fácil tomar la decisión, pero tuvo que hacerlo. El tedio ya se estaba transformando en agresividad y lo bueno que podía rescatarse de la relación, se trasformaría, inevitablemente en basura. La rutina se transforma en bronca contenida hasta que un día explota. De esa manera, al separase, Germán salvó la amistad con la que hoy es su ex mujer. “La tragedia de la pareja es cuando no hay sorpresas. Cuando cada día es exactamente igual al anterior. Y lo peor es que sabés perfectamente que mañana será igual” le dijo a sus amigos cuando le preguntaban el por que de su decisión. Y cerraba el tema con una frase que íntimamente deseaba que sea verdad, que se cumpla ese... designio: “A mí edad agradezco todo lo que viví. Recibí quizás más de lo que merecía. Pero la vida debe ser mucho más que esto. Estoy convencido que lo mejor, todavía no me pasó”. Por cierto, que tuvo que superar la etapa del duelo, pero cuando esta concluyó, comenzó a encontrarle valor a su soledad. Disfrutaba de los momentos con intensidad y tuvo tiempo para ser feliz con varias mujeres. Más o menos importantes. Pero todas valiosas, al menos durante el tiempo que pasaron juntos. Pero, lo mejor, aún no estaba por venir. La había pasado muy bien pero no se había enamorado. De cualquier manera, aún estaba solo. Y por cierto, la soledad suele doler. No es un dolor físico, pero duele. Y en algunos lugares donde se fue feliz, duele más. Solo que es difícil comprobarlo, por que consciente o inconscientemente se tiende a evitarlos. Pero viviendo en Villa Gesell, esto resulta imposible. Nadie que la ame puede evitar el tránsito por el bosque o la playa. Precisamente, esa mañana, Germán caminaba por el Pinar del Norte, respirando la historia y disfrutando el presente cuando se encontró con ella. Era rubia, alta, caminaba con energía, casi con dureza. Al estar frente a ella le sonrío y le dijo con vos calma: “Hum... así no se vive el bosque... así se lo ignora. Se lo desprecia. Estás muy acelerada...”. Ella lo miró y le dijo. ¿Y a vos que te importa lo que yo hago? Al instante sonrió y le dijo:”Tenés razón, si yo salí a relajarme... Venía a reencontrarme. Y así, me estoy alejando más...”. Luego, el diálogo fue fácil. Ella había llegado a la Villa para abrir su negocio, muy importante en el verano. El, ya vivía en Gesell desde hacía muchos años. Era su lugar en el mundo. Salieron del bosque, fueron a tomar un café y todo fue muy fácil. Parecía, se dijeron “que estábamos esperándonos”. El la invitó a cenar a su casa, ella aceptó y la madrugada los encontró haciendo el amor, con la ventana abierta, oyendo el mar. Muchas veces volvieron al bosque. Era además, el lugar que preferían para hacer el amor. Ambos lo descubrieron la primera vez se gozaron. Y desde entonces, lo hicieron decenas de veces, en un lugar mágico. Era un pequeño claro, rodeado de espesa vegetación y acceso dificultoso, que lo hacía invisible para él resto. Disfrutaban amándose desnudos, oyendo muchas veces, las conversaciones de la gente que pasaba pocos metros de ellos. Allí solían esperar el amanecer, acariciándose como si fuera la primera vez, siempre descubriéndose. Cada minuto que compartían, ambos se daban cuenta que todo se daba tal como lo soñaron. Por eso, desde las experiencias buenas y malas de cada uno, descubrían que era posible sentirse nuevo. Fundar relaciones cotidianas. Descubrirse en cada mirada, en cada gesto, en cada palabra. Y que siempre había una nueva manera de hacer el amor. Ellos se subieron a cimas que antes eran inexpugnables. Decidieron vivir juntos. Carolina le dijo que valía la pena dejar todo y quedarse en el invierno. Llevaron el equipaje a la casa de Germán y luego bajaron a La Playa de los Milagros. Lentamente la gente comenzaba a acercarse. Se sentaron directamente en la arena, de cara al sol. No había viento, lo que preanunciaba que el día sería excepcional para pasarlo frente al mar. “Quiero vivir cosas que siempre quise hacer y nunca me animé – dijo Carolina, mientras se acurrucaba contra el pecho de Germán – Mi forma de vida... Mi trabajo ... El deseo de seguridad ... Son importantes para mi ...Pero ... Esto... Es lo que siempre soñé”. Su voz sonaba triste. Al acariciar su mejilla, notó que estaba humedecida por el llanto. Se quedaron en silencio algunos minutos hasta que ella volvió a hablar. “Vamos a cambiarnos... Me gustaría pasar el día en la playa...”. Pocos minutos después entraban al mar tomados de la mano... Carolina parecía una niña. Jugaron como tales, sin tabués. Se besaron una y mil veces. Luego se sentaron un par de horas bajo una sombrilla. Carolina volvió a hablar de sus sueños y su realidad. Germán le habló de su pasado, de algunas frustraciones, de muchas alegrías y de la realidad que estaban viviendo. “Es el momento de defender la alegría, como dice Benedetti, defenderla de todo...fundamentalmente de la tristeza... Y de los miedos, y una vez que se vive... cuando se siente en cada poro... Hay que aferrarse a ella con todos los sentidos” - le dijo Germán mirando sus profundos ojos – “Ella sostuvo la mirada y contestó “Si... Claro que hay que hacerlo... Pero es necesario tener valor... Mucho valor...”. Esa noche hicieron el amor. Para ambos estaban inventando una manera diferente de hacer el amor. Se mezclaban miradas con gestos, caricias con palabras. Estas pasaban de la dulzura a la obscenidad sin transición. Pero, un par de ellas, surgieron al mismo tiempo de lo más profundo de cada uno: ¡Te quiero! Se sorprendieron al pronunciarla. Antes de quedarse dormidos hablaron mucho de ellos. El le habló de sus cuentos, de los sueños que aún sigue teniendo, de lo simple que es la vida para él, de las pocas y pequeñas cosas que lo hacen feliz. Ella se refirió a su trabajo, a su mundo bastante especial, a la seguridad económica que necesita para sentirse plena, a los hábitos de vida que eligió tener... Y agregó: “Pero eso... Ahora no cuenta... Ahora soy feliz”. Germán se despertó muy temprano, se baño, desayunó y al salir le dejó una nota en la almohada. “Salgo a hacer un par de reportajes. Vuelvo alrededor del mediodía. Cocinaré para vos. Será una sorpresa nuestro menú”. Transitó las calles de la villa cantando. Estaba feliz realmente. Cuando terminó la tarea pautada, pasó por la pescadería y compró todo lo necesario para hacer una paella. “La voy a sorprender con esta comida: Es verdaderamente una de mis especialidades. El amor se consolida... por el estómago” – se dijo mientras sonreía. Emprendió el retorno a su casa con paso apurado. Deseaba ver a Carolina. La necesitaba. La puerta estaba sin llave, por lo que no llamó para entrar. La casa estaba vacía. “Carolina habrá bajado a la playa” – se dijo - por lo que instintivamente se asomó al balcón. En realidad, había demasiada gente como para individualizarla. Fue hasta la habitación a buscar la malla. La cama estaba hecha, y sobre ella una nota. No lo sorprendió, ya que suponía que lógicamente ella le diría donde estaba en esos momentos.
Pero
al leerla, todo cambió. Simplemente decía: “Esto es demasiado
para mi. No me quiero enamorar. Mi mundo es el otro. Por allí
esa vida solo me da alegría y no felicidad. Pero es mi vida. Te
recordaré siempre. Gracias por haberme hecho vivir lo que
vivimos. Me voy. No me busques"
EL SEXO DE LOS ÁNGELES
Aparecía en sueños y poco a poco dominé mi mente para encontrármela a diario. Al principio se limitó a mirarme con sus brillantes ojos negros y a sonreír con sus dientes de luz. Después, cuando logré ganar su confianza, se sentaba en el borde de la cama para que le acariciara las alas. Eran tan suaves y blancas que me perdía en ellas. Lo admirable era que siendo tan hermosas tenían la fuerza para controlar el vuelo de aquel ser , de piel bronceada y cabello rubio. A excepción de los ojos, su aspecto era el que siempre imaginé de un ángel: joven de líneas perfectas y de raza blanca. Su conversación me proporcionaba seguridad y esa paz que sólo es comparable con estar en el fondo de un mar transparente, repleto de peces y corales. Puedo afirmar que tal sensación es la de vivir en el Paraíso. Al contarle mis problemas me aconsejaba la manera más apropiada y paradójicamente sencilla de resolverlos. Me enamoré de ella y se lo dije. Su inicial rechazo no me decepcionó, sino que me hizo desarrollar todo tipo de artimañas de convencimiento. Finalmente logré seducirla y su cuerpo me enloqueció. Cada noche inventábamos nuevas formas de erotizarnos. Ya no quería que amaneciera, maldecía a las mañanas. Solamente necesitaba el amparo de la noche para cobijar mis terribles deseos. Comencé a bajar de peso; dejé de comer porque mi único alimento era ella. Entonces el odio comenzó a penetrar a mis pensamientos. Era terrible que después de cada clímax extendiera sus alas para volar hacia Dios. En una ocasión me pidió agua con azúcar y mezclé el líquido con somníferos. Luego le inyecté un anestésico en la espalda y, navaja en mano, corté alas y sueño. Las primeras noches fueron difíciles. Despertaba a cada rato para delirar que le dolían. Le dije tus alas ya no existen, estaremos juntos para siempre. Cuando estuvo repuesta, su conducta cambió. Ya no me dedicaba todo su tiempo ni su lujuria. Se iba a los bares para retornar ebria y drogada a mi cama, lista para dormir. Un buen día conoció a alguien y me abandonó. Lloré océanos y pensé en el suicidio, pero el tiempo, me consta, es implacable. Ahora tengo nuevos motivos de existencia. Hace varias noches desperté ante la mirada de un ángel negro. Me visita a diario y su enigmática presencia me provoca un deseo incontenible de hacer el amor. No he logrado siquiera que tome asiento en el borde de la cama. Cree que tarde o temprano le cortaré las alas. Sin embargo, tengo paciencia. Es tan fácil corromper a un ángel...
Unos minutos de distracción EL JUICIO A LA ¿QUÉ? Divagaciones nocturnas y cuasi etílicas de Eduardo Minervino
No entiendo”, “No imagino”, “No tengo claro”: estas líneas están enfermas de perplejidad. Muy lejos de jactarme de entender cuanto me parece incomprensible, insisto en no reivindicar, al respecto de los símbolos patrios y las formas de honrarlos o deshonrarlos, más certeza que la de mis dudas. Quiero entender pero no lo consigo, y hay días en que me levanto tan imbécil que me gana la risa. Perdón, señores jueces, pero es que ese poema sobre el cual deberán dictar sentencia me produjo una hilaridad incontrolable, tanto como las estampitas que por años busqué en papelerías para hacer todas esas tareas de civismo repletas de palabrería hueca, pergeñadas sin otra convicción que el miedo a reprobar ni más entendimiento que el del sobreviviente abyecto. Y lo peor del asunto es que creo que me río por la peor de las causas: como tantos babosos infumables, no entiendo y me da risa. Así es el miedo a veces; lo hace a uno reír. Sigo, pues, con las dudas. Decía Borges que eso de “literatura comprometida” le sonaba a algo así como “equitación protestante”, y ello me lleva a colegir, no sin algún confort providencial, que el autor de El Aleph también tendría sus dudas —risueñas, ojalá— en cuanto a ciertos poemitas a la bandera. Pero de ahí a hostilizar a los símbolos patrios (situación concebible en los juegos de niños, cuando uno fácilmente declaraba la guerra a hormigas, pupitres o fantasmas) hay un mar de abstracción que es preciso ser loco para cruzar y estúpido para intentar llevar a juicio. Más estrambótico aún: juicio penal. ¿O sea que la gente va a la cárcel por escribir “contra” los símbolos patrios? Cometer un delito así me exige una capacidad ilimitada de fantasía, de la cual por fortuna no dispongo, pues si así fuera cargaría con una bochornosa fama de lunático. Por eso me pregunto si habrá un juez lo bastante inteligente, y a la par una ley lo bastante juiciosa, para enviar al poeta blasfemo no a una ergástula infame, ni a un exilio forzoso, sino a un curso de poesía y poética. Y aquí sí no me cabe la mínima duda: sentenciar al poeta jodido a un semestre con Juan Gelman le haría un bien indiscutible a él, y de paso un servicio a la Patria, que ya no pasaría la vergüenza de que sus hijos iconoclastas tuviesen tan mal gusto en materia de lírica, justo en el país de José Hernández, Borges y Germán Delgado. Ahora bien: tampoco me he propuesto declararle la guerra al mal gusto. Sin él, de hecho, la vida sería punto menos o más que intolerable. ¿A quién le gustaría escuchar la Oración a la bandera en el taxi, el restaurante o el prostíbulo? No, señores fiscales y poetas malitos que los desvelan, me van a perdonar pero ese espacio pertenece a Andrés Calamaro, a Joaquín Sabina o a Joan Manuel Serrat, o a la misma Nacha Guevara, pues sin ellos tendríamos que vivir bajo la tiranía de un paisaje perpetuamente exquisito, de modo que en un tris la exquisitez sería mera ordinariez. Defiendo mi derecho a ser kitsch, y a mentir, si es preciso, en mi defensa, pero no acabo de entenderlo como obligación; menos aún como dogma. ¿Tengo acaso una patria pétrea, rígida, indeformable? ¿Una patria que no oye ni entiende y se conforma con la mera pantomima de quienes se le rinden sin conciencia ni honestidad siquiera? ¿Una patria dictatorial de origen? ¿Está entre las atribuciones de jueces y fiscales definir el concepto de Patria, jerarquizar sus símbolos y valores, erguirse en Santa Inquisición, ejercer la crítica literaria, protegernos del vandalismo poético? Si es así, bien harían en revisar la Constitución Nacional: seguro que contiene herejías suficientes para purgar la memoria del poeta. Luego pueden seguirse con la prosa: ¿Cómo es que Terra Nostra no se llama, mejor, Nuestra tierra? ¿Y qué tal si a El Código Da Vinci lo ubicamos en Villa Fiorito? Señor juez: me acuso de iniciar con una frase de Frank Zappa para luego escribir sobre símbolos patrios. No reclamo inocencia, sino apenas el atenuante de la ignorancia. Le ruego me sentencie a quedarme así. |
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