Historias de Germania

LOS ABRAZOS

 

El hombre de las viñas habló, en agonía, al oído de Marcela. Antes de morir, le reveló un secreto:
— La uva — le susurró — está hecha de vino.
Marcela Pérez-Silva me lo contó, y yo pensé: Si la uva está hecha de vino, quizá nosotros somos las palabras que cuentan lo que somos.

 

(GALEANO, Eduardo, El libro de los abrazos, 1989)

 

El tiempo, inexorablemente, nos va cerrando los caminos de los abrazos. Y abriendo el de los recuerdos. ¡Cuántos abrazos que se extrañan! Los de la abuela, los del viejo… Y cuántos abrazos perdidos, esos que jamás recuperaremos. Es probable que el urgente citadino no sea capaz de darle valor a esos vitales gestos de afecto que tenemos los pueblerinos.

Los dos primeros que recuerdo fueron el mismo día. Me sentí inmenso. Era el primer día de clase y mí vieja mientras me abrazaba me dijo: “Ya sos grande. Empezás un camino. Recorrelo con seguridad” Y me dirigí a la escuela. El corazón latía con fuerza mientras cruzaba la plaza acompañado por Perla, la perra que se había agregado poco antes. En la puerta de “la Once” estaba la Señora Clotilde, la maestra de Primero Inferior. Ese fue el segundo. Me abrazó y solo dijo: ¡Bienvenido! y fue la entrada al nuevo y maravilloso mundo del saber. ¡Aprender a leer! Método alfabético…

Era el más antiguo de todos –nació antes de Cristo– y posiblemente el más popular en la lengua castellana. Casi todos los mayores de 40 años hemos aprendido a leer y escribir con este sistema que se basa en trabajar la forma y el nombre de cada una de las letras de manera independiente para, después, combinarlas creando sílabas y palabras. Se empieza con las vocales, se sigue con las consonantes, generalmente con la /p/ o la /m/, que resultan más fáciles para los niños, y con ellas se van formando las primeras sílabas y palabras. Obviamente Ma-má…. Pa-pá… Le agregábamos mí y ya teníamos mí mamá o mí papá y ya estábamos en condiciones de armar las primeras frases: Mi mamá me ama o Amo a mi mamá… Lo mismo con papá… ¡Qué mundo maravilloso el de las palabras! Yo lo disfruto cada día más.

Otros abrazos que me emocionaron fueron los de la primera comunión. ¡Dos años de catequesis con la abuela Josefina para prepararnos! Mucha memoria y concentración. Algunas charlas de reflexión y las misas dominicales con el Padre Martinet. Yo iba siempre y hasta había memorizado los incomprensibles textos en latín.  Recibir por primera vez el cuerpo de Cristo fue algo maravilloso. Me sentía muy feliz y estaba seguro que era el niño más bueno de la tierra, o al menos de Germania… Los abrazos fueron de mis padres, abuelos, tíos, vecinos… Y el intercambio de la estampita por la moneda fue también algo muy especial. En esa ocasión faltó la clásica foto que vino después, en Chacabuco. Fue en los estudios de Marsiletti. Hubo una individual y otra junto con mí prima Marta. 

El otro abrazo importante fue el que me dio mí viejo cuando empecé el secundario. Fue fuerte y me dijo; “Vas a estar solo, podés hacer lo que quieras. Lo que hagas te hará bien o mal. Es tu decisión”.

Después vino el de la primera novia. Tímido, tanto como el primer beso, que llenos de miedo nos dimos con… ¿Dónde estará ahora?

Tuve a los 15 años el abrazo de “la primera vez”. Fue un abrazo pagado, que  tuvo el valor de lo prohibido. Mucho más valioso fue el abrazo de la “otra” primera vez. Cuando con ella, la del amor fundacional y casi eterno, descubrimos nuestra sexualidad y la disfrutamos. La ceremonia de desnudarnos fue mágica. La de sentir nuestra piel en contacto fue  inolvidable. La pieza de la pensión el escenario.

Luego vinieron otros. Todos los de las novias de la adolescencia fueron importantes. No olvidé a ninguno. Muchas veces extraño esa autenticidad en este tiempo de los abrazos fugaces, casi siempre olvidables.

En Junín, a los 17 años,  recibí y di el abrazo más triste de mí vida. Fue con el viejo, cuando este se aferraba a la vida. Una lucha intensa,  que finalmente perdió. Murió en mis brazos… Después con una angustia que nos partía el alma, nos abrazamos con mí vieja.

 

Hoy hurgué en la memoria

y fue el único hallazgo
la nostalgia sencilla
de aquella tarde, lejos,
en la orilla del tiempo.

Donde la frialdad de la pieza del sanatorio
esfumaba el paisaje,
y oprimía el alma

hasta ese momento, sin cicatrices.

 

Ese año me recibí de maestro Normal Nacional, y en el acto de graduación hubo muchos abrazos entre mis compañeras y compañeros. Eran de alegría y de despedida. Muchos sabíamos que no nos volveríamos a ver.

Vinieron otros, alegres y tristes. De vida y de muerte. De dictaduras y de democracia.

Llegó el del altar, cuando nos casamos con Graciela,  el de cada hijo que llegaba al mundo, el de cada etapa que estos iban cumpliendo: La primaria, la secundaria y universitaria. Hoy Paula es abogada, Leandro médico y Florencia economista. Ahora el abrazo  se prolonga en mí nieta Delfina, un premio que me dio la vida.  No nos vemos seguido, por eso, con ellos, los abrazos tienen un valor inconmensurable.

Los abrazos que valoro en este tiempo de mi vida otoñal, son los de bienvenida. Los que duelen son los de despedida.  Y están directamente relacionados con Germania. Cada vez que llego a mí pueblo me abrazo con la vieja, mi hermano, los amigos de siempre. Cada abrazo tiene su historia y cada historia con el paso del tiempo,  tiene más valor. Germania es definitivamente, mí punto de partida y de llegada.

 

Tengo tal vez diez años,
una mirada vivaz y una pose demasiado desafiante para le edad.
Sueños irrepetibles, magníficamente diminutos.
Allí me abraza la abuela, pequeña y sonriente.
Y ya la respiro y se me vienen esos árboles encima,
porque hace años que contemplo esta fotografía incansable,
dándola vuelta para ver si caen felicidades.
La tomo, la olfateo, para sentir la respiración de entonces.
Así se sienten los envidiables pantalones con los parches caseros,
zapatillas gastadas de tantos picados…
ensayos de los peluqueros en mi cabeza.
Porque tengo diez años, tal vez,
y me creía en un techo tan formidable,
pero la realidad era oscura como un puñado de oscuridades.
Porque tengo diez años o más
y mientras afilo la estocada de mis antepasados,
rompo esta fotografía
porque ya no aguanto más
la arruga profunda de mis memorias.

 

Hasta la semana que viene. Un abrazo.

 
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