Historias de Germania

EL TERMÓMETRO

 

Igual que sucedía, siendo niños,
con las mágicas gotas de mercurio,
que se multiplicaban imposibles
en una perturbada geometría,
al romperse el termómetro, y daban a la fiebre
una pátina más de irrealidad,
el clima incomprensible de los relojes blandos.

No hay nada que no hayamos recibido
ni nada que no demos en herencia
Existe una razón para sentir orgullo
en mitad de esta fiebre que no acaba.

La verdad… cuando era niño no me disgustaba enfermarme.  Es más, lo confieso con la certeza de la prescripción de las causas, que muchas veces me fingí enfermo. Sabía algunos síntomas, ya era un actor en potencia y llevaba a cabo una actuación magnífica.  Una vez logrado el efecto, ya en cama, los mimos no tardaban en llegar. No solo eran caricias, sino ¡regalos!... Figuritas, juegos de ingenio, revistas o libros, me dejaban llevar la radio a la pieza y ya  sobre el final, cuando estaba “mejorando”, llegaban las golosinas preferidas, para recuperar peso y energía. Pero, existía un testigo inapelable para determinar la verdad de nuestro estado y de acuerdo a su dictamen, intimar a mis viejos a llamar o no al médico. Era el termómetro. Inexorablemente marcaba los grados de temperatura que tenías en ese momento y por consiguiente el límite entre la atención casera o profesional. Mí vieja andaba con el termómetro en la mano permanentemente y era un verdadero desafío lograr que me lo diera y se fuera. Cuando esto sucedía lo podía manipular. Si se quedaba todo era mucho más complejo. El ritual empezaba con la puesta en 35º del tubito amado y odiado. Esto se hacía tomado el termómetro por la parte de vidrio, opuesta donde estaba la que contenía el mercurio y sacudiéndolo con energía.  De esta manera “bajaban” los grados que marcaba antes y se establecía un punto de partida de no fiebre. Es sabido que la temperatura ideal del cuerpo humano es de 35.9 º… De ahí hacia arriba es fiebre. Yo había descubierto que sí efectuaba el procedimiento tomando el termómetro del extremo con el mercurio y lo sacudía con cierto cuidado, en forma controlada, el proceso se daba en forma inversa y podía decidir “cuanta fiebre quería tener”. Habitualmente la medición era axilar. De vez en cuando inguinal, oral o anal. Estas últimas siempre daban un par de grados más. Con la vieja de testigo, y la medición axilar estaba listo. Sí lograba convencerla de llevar el termómetro a la ingle, estando yo tapado, estaba lista. Ahí podía también subir un par de grados la medición. Nunca supe sí en realidad se convencían de “la enfermedad” o simplemente jugaban conmigo.

Cuando la cuestión era más seria, llamaban al médico. Había dos alternativas: O el Dr. García,  padre de Orlando, “El pulga” y la “Chicha” o el Dr. De Rosa, papá de Miguel, Juan Carlos, Haydee (fallecida en un accidente siendo una niña) y Julio. La revisación profesional empezaba con la toma de temperatura, mientras te hacían sacar la lengua. El examen continuaba con el estetoscopio sobre tu espalda, con un pañuelo separando el contacto del aparato con la piel y el viejo ritual de decir: “Treinta y tres”. El tema me apasionaba y una vez le pregunté al Dr. De Rosa, ya en Junín y cuando terminaba el secundario,  porque se elegían esas palabras. Me dijo que  simplemente les servía para evaluar la transmisión a la pared torácica de las vibraciones vocales que se originan en la garganta durante la emisión de la voz, y para ello le piden al paciente que pronuncie palabras que contengan consonantes fuertes, como treinta y tres (aunque también servían  otras como carretera o ferrocarril), y se comparaba la transmisión percibida en cada lado del tórax. Podían  ocurrir 3 cosas:

Las vibraciones eran normales: Posiblemente no había enfermedad, todo estaba bien.

Las vibraciones estaban aumentadas: Había líquido en el interior de los alveolos pulmonares y podría ser  una neumonía.

Las vibraciones estaban disminuidas: Había una obstrucción bronquial, tejido pulmonar destruido, o  líquido o aire entre el pulmón y la pared torácica.

Muchas veces, el primer tratamiento consistía en la aplicación de ventosas, en desuso ahora en la medicina tradicional y vueltas a usar en la alternativa.

Pero había cuestiones que los médicos de Germania preferían dejar a los curanderos o a quienes “tenían algún poder”. Jamás se metían con quienes curaban el empacho. Es más, el Dr. García recomendaba a “Ninina”, una vecina de casa, que curaba mediante el uso del centímetro y la oración.

Por  aquellos tiempos, no había dentista en Germania. Periódicamente atendía el Dr. Rapela, al que le huía despavorido porque utilizaba ¡Un torno a pedal! Pero encontramos un método muy especial para solucionar la inmediatez de un dolor de muelas: El viejo Sotelo, papá de “La liebre”, lo eliminaba.  Te hacía unas preguntas, rezaba algo y nos ponía un anillo de cobre, hecho a medida en el momento que tenía efectos milagrosos. 

También las curanderas eran las encargadas de curar la culebrilla.

En aquellos tiempos las enfermedades eran “otras”. Y parecía que debíamos tenerlas para lograr ser saludables después, una verdadera paradoja. Una, que inexorablemente llegaba era la “viruela boba”, clínicamente llamada varicela. Las paperas eran muy temidas por nosotros, los varones, por eso que decían que se bajaban a los testículos. Y teníamos a la tos convulsa. Para esta había prevenciones caseras. Recuerdo al menos dos: Una era acercarse  las locomotoras que circulaban a carbón, y respirar ese humo, lo que hoy, visto a la distancia estoy seguro que no era bueno. El otro, el que me gustaba era volar en busca del aire más puro, lo que es una contradicción con la anterior tesis preventiva. En Germania había un avión, un Piper Vagabundo, propiedad de Taboada, el papá de ·Chacho” e Isarel Berschasky. Más de una vez volé más o menos a 300 metros sobre el pueblo. Era un vuelo sanitario, para respirar más oxígeno.  

Creo que en mí generación, la mayoría fuimos operados de amígdalas. El gran extirpador era el Dr. Bossio, del Sanatorio Junín.  Cuando me llevaron, al ver lo que se venía, escapé de la sala de operaciones y me subí a un árbol. Pero fui derrotado. Y terminé atado a una silla, con un abridor de boca que impedía que la cerrara y viendo como el temible doc arrancaba con una especie de guillotina pequeña las, para él, amígdalas. Este “hecho sangriento”, tuvo su parte buena. El post operatorio lo hice en la casa de  la familia Scherrer, ex farmacéuticos de Germania, alimentándome únicamente de helados y como no podía hablar, llamando a todos, caprichosamente, con una campanilla. Muchos años después operaron a Kike, mi hermano. Ya era todo distinto. No hubo crueldad manifiesta como en mí caso. En Junín estaba también mí médico de cabecera, un pediatra de gran prestigio que había jugado al fútbol en Platense y hasta disputó un partido en la Selección Argentina, el Dr. Mario Pajoni. ¡Y había sido tapa de la revista El Gráfico varias veces¡ Cuando supe eso, le pedí que me las mostrara y lo hizo. Recuerdo a dos de ellas. Con él hablábamos de fútbol. Cuando dejó de jugar Pajoni fue árbitro de la Liga del Oeste. Me decían que dirigía con los anteojos puestos.

Lo cierto es que en nuestra niñez, teníamos severos tratamientos caseros de medicina preventiva y algunos eran muy desagradables. Inexorablemente, me hacían tomar aceite de hígado de bacalao, realmente un asco, Opovital B12 vitaminas, jugo de carne Swift,   que se lo echaban a las sopas y las Píldoras de Vida del Dr. Ross, que  eran de manera genérica un laxante, pero los beneficios que se le atribuían abarcaban la mejoría en el funcionamiento del sistema digestivo, del hígado, los riñones. Cuando la mercadotecnia comenzó a desarrollarse, a un ilustre gerente de marca se le ocurrió que las píldoras de vida deberían tener un slogan aplastante y se institucionalizó el famoso: “Píldoras de vida del Dr. Ross, chiquititas pero cumplidoras”, slogan que vino a fortalecer el famoso adagio de: “El tamaño no importa”.... También me hacían andar con la bolsita con alcanfor colgada al cuello. Decían que era un eficaz método de prevención contra un flagelo que asoló al país, como fue la epidemia de poliomielitis. Pero esta ya es otra historia.

Lo cierto es que, el termómetro fue un símbolo de nuestra niñez. Era importante hasta cuando se rompía. Era fascinante jugar con el mercurio. Tan tóxico y aparentemente  tan inofensivo… Otra de las paradojas de nuestro tiempo de enfermitos sanitos.

Hasta la semana que viene.

 
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