Recuerdos de Germania y Pinto

LA FRANELA

Hace ta y tantos años, en cualquier pueblo del interior,  el domingo a la tarde, era un día especial, claro… Un domingo… recuerdo…

 

Bañado, cambiado, el pelo prolijamente engominado y oliendo a lavanda Fulton, estratégicamente colocada en manos, orejas, muñecas y algún otro lugar, previendo una secuencia de dispersión aromática de unas cuatro horas, aproximadamente, así derechito me mandaba al cine.

El pasaje a la aventura era entregado en un papelito, verde o rosa, según los días y según los horarios de las funciones.

Existían máximas y reglas que debían ser fielmente respetadas:

a) Debía uno comprar maní con chocolate y Sugus masticables.

b) El maní con chocolate no debía, en ningún caso ser comido antes de comenzar la proyección de la película.

c) Nunca debía uno entrar con la novia o posible novia.

d) Ellas debían permanecer a unos cincuenta metros de donde uno se encontrare

e) Las luces debían apagarse

f) No importaba en absoluto que película estuvieren pasando.

g) El acomodador debía estar muy lejos.

h) El encuentro era siempre en la oscuridad.

 

Y así venía la franela.

La Real Academia Española define la franela como: “Un tejido fino de lana”. Luego, pasar ese fino tejido sobre algún objeto derivaría en “franelear” una lámpara, una silla, metafóricamente, una mano. O lo que fuere.

Por aquellos tiempos en el cine se franeleaba.

 El franeleo era el franeleo en sí. Por sí mismo, se agotaba allí, y es que no era fácil llegar a franelear.

Para empezar, las niñas que se ubicaban en el fondo de las filas de butacas eran consideradas loquitas perdidas por sus amigas.

Todo ello por dejarse pegotear con maní con chocolate las manos y alguna otra porción de su anatomía, durante noventa minutos.

La película comenzaba a transcurrir mientras uno se sacaba el saco y se aflojaba la corbata, luego, como quien se despereza, deslizaba la mano sobre el respaldo de la butaca para llegar así a la nuca y la espalda hasta tomar el hombro de la muchachita.

Era el comienzo de un recorrida pudorosa por la anatomía dispuesta de la niña.

 

La franela se extinguía por dos motivos concretos:

Por presencia del acomodador, con su linterna, buscando sin cesar emociones infantiles, alumbrando la alfombra y disparando haces de luz contra las paredes descascaradas de los palcos, y fundamentalmente, ... sobre las últimas filas, allí donde el proyector emitía otras imágenes, las que generalmente, no tenían nada que ver con la película y por el transcurso de tiempo, o el encendido imprevisto de las luces.

El esquema de la franela, no obstante, debía concluir diez minutos antes del fin de la proyección, uno debía colocarse el saco y marchar a su butaca de origen, u ocultarse detrás de las cortinas de pana de color rojo.

Luego, la porción doble de pizza de muzzarela le ganaba a la franela y ese aroma se superponía al de la colonia inicial, entonces, la expectativa se demoraba por una semana, por un mes, por una vida, o para siempre.

Por cierto que un avance hacia esa zona celosamente protegida por las niñas se daba cuando la franela se trasladaba a la plaza. Allí nos acercábamos y hasta llegábamos a rozar su sexo… Por supuesto, que los límites eran impuestos y respetados rigurosamente. La franela fue parte de nuestras vidas. Era, muchas veces, principio y fin. Lo sabíamos. Pero era maravillosa. Nos permitía compartir un mundo mágico. ¿Te acordás? Y bueno… uno  a veces se pone nostalgioso. Acostumbrados como estamos llegar al después sin pasar por el antes… Pero bueno…  No volverá a suceder… casi lo prometo. Nunca más la nostalgia.

 

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