Simplemente
pasó
SIN DESPEDIDA
Germán Delgado
Lo lógico era que yo debía estar llorando. Todo había sucedido como
yo no quería que sucediese: la despedida inconclusa, una tarde fría
y lluviosa en la fría Villa de invierno, las palabras que nunca se
dijeron, el nudo en la garganta, la pena compartida y la impotencia
de no poder hacer ya nada más.
Sin embargo y sin una gota de alcohol la paz me acompañaba. Como si
se tratara de su mano tibia y no otra la que aún tocaba mi frente.
No quería abrir los ojos, tampoco quería esa ajena y tibia mano
lejos de mi frente. No había miedo, sin embargo supuse que no se
trataba de un simple accidente. Era algo más serio. Como si mis
huesos ya no me acompañaran, como si el frío no existiera. Sólo
existía mi frente y una tibia mano de quién sabe quien. Era todo tan
extraño. Sólo hace algunos minutos ella había dado por terminada la
conversación. Dio media vuelta con la soberbia que la caracterizaba
la vi perderse camino a la playa, donde vivía. Yo, inmovilizado por
la pena, no variaba ni un centímetro mi posición. Fue una simple
discusión según mi parecer, diferencias irreconciliables para ella.
El hecho es que aquella discusión es lo último que me queda de
nosotros juntos. Nunca más estuvimos solos. Nunca más la vi. Nunca
más me vio. Y en una actitud casi enfermiza, me propongo perpetuar
ese instante doloroso por no dejar de mirarla. Como si quisiera
alejarme de espaldas por no dejar de mirar.
Ella se había ido, confiada en su decisión. Segura quizás hasta hoy
que los fines de historia no son tan tristes como suelen decir, y
que absolutamente nadie, jamás ha muerto de amor.
Recuerdo que pasaron unos segundos después de su partida, no más de
cuarenta, cuando en medio de mi perplejidad de pronto y sin aviso,
tenía frente a mí un colectivo que iba por la tres. Seguramente el
chofer no me vio. Estaba lloviendo, oscuro, eran cerca de las 8:30
de la noche y los ánimos no están para suspicacias. Recuerdo muy
bien cuando lo tuve frente a mí, exactamente un centímetro antes del
impacto, juro que recuerdo a perfección ese breve instante. Fue el
momento en que más vivo me sentí. Entonces sólo sentí mis huesos
estallados volando y sin control. En un instante me encontraba a 20
metros del lugar en que ella me había roto el corazón. 20 metros. Y
ahora con los huesos y la frente destrozados. La memoria la tengo
intacta. La dicha que alguna vez me dio también. Y el corazón más
roto aún.
Se supone que debía llorar. Era todo perfecto: Los huesos y el
corazón destrozados eran razón suficiente.
Ella nunca más oyó hablar de mí. Tampoco se enteró de las
sangrientas consecuencias de su adiós repentino. Hoy el mármol habla
por mí. Ahí están escritos las fechas, el epitafio y mi eterno
nombre.
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