Sí el modelo se cae, sí Cristina es
inepta y pierde día a día consenso…
¿POR QUÉ
NO QUIEREN LA RE REELECCIÓN?
En la política argentina se han producido
intensos debates sobre temas fundamentales para redefinir un modelo
de país, a través de reformar sus instituciones.
Uno de ellos fue el del Pacto de Olivos, que
permitió la reelección de Carlos Menem y entre otras cuestiones de
la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires, la creación de un Consejo
de la Magistratura, la elección directa de los senadores, un senador
por la minoría, de tres senadores por distrito, la extensión del
período de sesiones ordinarias del Congreso de 4 a 8 meses,
mecanismos para atenuar el sistema presidencialista, creando el
cargo de jefe de Gabinete. Así como también la regulación de los
decretos de necesidad y urgencia, la inclusión de los derechos
humanos de tercera y cuarta generación, protección a los pueblos
originarios, derechos del consumidor, ambientales y a la
información, la validez de los tratados internacionales por sobre
las leyes nacionales, la acción de amparo, la acción colectiva y los
delitos contra la Constitución.
Pese a que fuertes figuras de la política radical se opusieron, el
Pacto de Olivos fue un acuerdo nacido de las conversaciones secretas
sostenidas por el Presidente en ejercicio Carlos Menem, y su
antecesor Raúl Alfonsín, en casa del ex canciller Dante Caputo, por
el cual ambos trataron de canalizar sus intereses: Menem quería
continuar en el poder y Alfonsín, viendo que no podía impedir esa
continuidad, buscaba poner freno a ese poder, que se volvía
demasiado amplio. El pacto fue un arreglo entre cúpulas y reafirmó
aún más el sistema bipartidista.
El Pacto se selló el 14 de noviembre de 1993. De este acuerdo,
aprobado luego por la Convención Nacional de la UCR y por el
Congreso del PJ, surgió que la oposición radical permitiría una
nueva y única reelección presidencial, acortándose el mandato de
seis a cuatro años y estableciendo la elección directa de Presidente
y Vicepresidente, con un sistema de ballotage.
Raúl Alfonsín argumentó años después en
favor de aquella iniciativa, a pesar del enorme costo político que
le implicó. Para él, la firma del Pacto fue “una de esas
oportunidades únicas de evitar lo irreparable”. Según Alfonsín, a
cambio de la reelección presidencial que obsesionaba al oficialismo,
se impuso una agenda de temas institucionales entre cuyos logros
cuenta la edificación de “instituciones más flexibles y perdurables”
y la generación de un proceso político abierto a la deliberación, la
búsqueda de consensos y la autotransformación cultural de los
gobernantes.
A esta enumeración de ventajas, el constitucionalista Daniel Sabsay
opone la observación del indeseable fortalecimiento del poder
presidencial. Lo ocurrido en esta década, argumenta, contradice uno
de los objetivos buscados por Alfonsín en el pacto: la limitación de
las atribuciones del Poder Ejecutivo. Sabsay culpa por esto a las
dilaciones en el tratamiento de leyes fundamentales por parte del
Congreso.
En este aspecto acuerda con él el politólogo Edgardo Mocca, docente
de la UBA y presidente del Club de Cultura Socialista, quien piensa
que la aplicación de la nueva letra constitucional acentuó el
presidencialismo. Según Mocca, estos diez años se han constituido en
un laboratorio muy apto para contrastar argumentos similares, que
viabilizaron la Reforma, con sus consecuencias sobre la vida
política de los argentinos. En la práctica, las iniciativas como la
creación de la figura del Jefe de Gabinete, copiada de los sistemas
parlamentarios o semipresidenciales, demostraron toda su debilidad
durante los sucesos desencadenados en 2001. Paradójicamente, el
sistema institucional argentino adoptó la forma de un
“parlamentarismo” de hecho cuando el Congreso acordó con los
gobernadores la transición sobre la base de un acuerdo político
informal. Así, en lo peor de la debacle nacional, la reforma
demostró su irrelevancia en sus pretensiones de garante de la
“estabilidad del régimen democrático”.
Lo cierto es que es ahora el tiempo de otro
gran debate. Está claro que las Constituciones deben ser flexibles y
adaptarse a los cambios sociales, que son los que generan los
políticos. Los tiempos indican que debe impulsarse el cambio del
sistema presidencialista a parlamentario.
El Juez de la Corte Suprema, Zaffaroni reiteró sus
conocidas posiciones en contra del sistema presidencialista, que
considera definitivamente agotado y sobre la conveniencia de ir a un
sistema parlamentario, siguiendo los lineamientos del modelo alemán.
Las tesis del actual ministro fueron expuestas hace años, en un
difundido artículo publicado en Le Monde Diplomatique, de modo que
sus posiciones no responden a cuestiones de coyuntura.
El mandato de los Presidentes o jefes del Estado en las repúblicas
parlamentarias-cargo cuasi protocolar que no debe ser confundido con
el de Primer Ministro- está fijado en la Constitución y generalmente
no contempla la reelección. Lo que se admite es la posibilidad de
que el Primer Ministro pueda ser nuevamente elegido, al producirse
la renovación de las Cámaras legislativas.
En el sistema presidencialista, el Presidente resulta electo por un
período fijo de mandato y durante ese tiempo no puede ser revocado,
excepto en el caso muy improbable de un juicio político. En el
sistema parlamentario, en cambio, el Primer Ministro puede ser
revocado en cualquier momento si una moción de censura, votada en la
Cámara de Diputados, alcanza a reunir la mayoría de votos (la mitad
más uno).
De modo que, lejos de contar con un mandato ‘eterno‘, el Primer
Ministro -que actúa como mero delegado del Parlamento- puede ser
despachado a casa en cualquier momento. Esta es la enorme ventaja
que ofrece el sistema parlamentario sobre el presidencialista.
La posibilidad de que si el Primer Ministro -o Presidente del
Gobierno- comete graves desatinos, puede ser echado con la misma
facilidad que la Comisión Directiva de un club de fútbol se
desprende de un DT ineficaz.
Para tomar conciencia de lo absurdo del sistema presidencialista, se
puede imaginar un país donde los DT de los equipos de fútbol fueran
designados por períodos de cuatro o seis años y durante ese lapso no
pudieran ser despedidos, con independencia de los resultados
obtenidos en el campo de juego.
Otra ventaja del sistema parlamentario es que permite que se refleje
con mayor fidelidad la voluntad del electorado. A efectos de
clarificar esta afirmación, vale la pena hacer un ejercicio
comparativo de ficción entre el actual sistema electoral argentino y
cómo funcionarían las cosas bajo un sistema parlamentario. Por
ejemplo, si en las próximas elecciones Cristina Fernández obtuviera
40% y uno más de los votos y ninguno de los otros candidatos llegara
a 30%, quedaría consagrada Presidenta en la primera vuelta.
En un sistema parlamentario, en cambio, si el conjunto de la
oposición obtuviera, siguiendo el ejemplo, 60% menos uno de los
votos, tendría aproximadamente el mismo porcentaje de diputados y
podría, por consiguiente, en el caso de llegar a un acuerdo, elegir
al Primer Ministro.
Obviamente, esto requeriría la formación de un Gobierno de
Coalición, en donde los partidos que participan en el acuerdo
tendrían que deponer parte de su plataforma para alcanzar un
programa común, que sería fruto del consenso alcanzado. Como se
percibe, este tipo de acuerdos parlamentarios, junto con la
revocabilidad del mandato, instala el debate frente a gobiernos muy
alejados de las formas monárquicas en que actualmente se ejerce el
presidencialismo en América latina. El Primer Ministro carecería de
los inmensos poderes que tiene actualmente cualquier presidente de
la Argentina que les permiten gobernar a su entero antojo, al estilo
de los monarcas absolutos anteriores a la Revolución Francesa.
De modo que la iniciativa acariciada por Zaffaroni, lejos de
reforzar los poderes del Presidente de turno, tiene el efecto
práctico de acabar con la tendencia natural hacia el autoritarismo
que propicia el sistema presidencialista.
Lo cierto es que de esta manera se podría hablar con certeza de la
posibilidad que Cristina Fernández sea Primera Ministra. Lo cierto
es que aún sin el cambio de sistema de Gobierno, debería tener la
posibilidad de ser reelecta. Reformando la Constitución, claro.
Todos los que juegan su permanencia en actos eleccionarios deberían
tener la posibilidad de presentarse a revalidar sus mandatos. Sin
son buenos, los votarán. En caso contrario el pueblo los mandará a
sus casas. Los que se oponen a la re reelección de Cristina son los
mismos que dicen que su imagen se cae a pedazos, que está enferma,
que el modelo no resiste más, que se está al borde del abismo, que
vamos por un camino por el cual la economía estallará y viviremos
otro 2001, que todos los funcionarios son corruptos, que Boudou es…
Además, obviamente tienen a los medios a su favor, a los poderes
económicos concentrados que respaldan sus diatribas y los usan como
mascarones de proa. En síntesis, sí todo se va al carajo y si la
Presidenta no sirve para nada, ¿No es la mejor candidata que puede
tener el oficialismo para favorecer el triunfo de la oposición?
Dadas como veraces las apreciaciones de la oposición y los medios
monopólicos, todo hace suponer que Macri, por ejemplo, sería un
claro vencedor en el 2015 enfrentando a Cristina. Por lo tanto,
deberían hacer todo lo posible para facilitar la modificación del
sistema de gobierno o al menos, la re reelección de Cristina. |