Historias de Germania

“LA SECUNDARIA”

 

Se fue saltando charcos y escalones
aquel tiempo de juego y fantasía,
se abrió un mundo que yo no conocía,
de pronto... tuve largos pantalones.

Se esfumaron algunas ilusiones
partieron con un tiempo que moría,
momento en que la infancia anochecía
cayendo inconmovibles los telones.

No habrá más lluvias sobre la niñez
ni cómplices de tantas travesuras,
ni tiempos de total desfachatez

después de tan alegres mojaduras.
Termina la inocente placidez
y aquel tiempo colmado de diabluras

 

A medida que vamos creciendo cronológicamente, vamos sumando adioses y bienvenidas, de personas, lugares y momentos. Crecer es eso, en definitiva. Algunos adioses están llenos de nostalgias  porque sabemos que son definitivos. Y algunas de las bienvenidas tienen el temor de lo desconocido. Ambas sensaciones las viví cuando terminé la “primaria” en Germania, un mundo cálido y seguro, para empezar  la “secundaria” en General Pinto. En aquel tiempo era muy complejo. Tanto que muy pocos varones del pueblo empezamos ese ciclo. Las mujeres estaban más cómodas, lo que es un decir, ya que estudiaban magisterio en colegios de pupilas, en su mayoría en Lincoln o Junín. Salvo algunas osadas, que como nosotros estaban en pensiones. Ante ese mundo desconocido, y la inminencia de entrar en él, presionado por mis padres, intenté una burda defensa semántica para no dejar Germania. Muy serio les dije durante una cena: ¿Para qué voy a ir, sí no es importante. No dicen que es la “secundaria”? Obviamente, la dialéctica de  mis viejos fue superadora de tan débil argumentación. Así nos encontramos un lunes de marzo con un par de amigos que empezaban el ciclo y otros estudiantes veteranos, en la esquina del hotel de Manino, esperando “la chancha”, un viejo colectivo que hacía el recorrido Blaquier-Pinto conducido por su dueño, “Poroto” Rodríguez, amigo y cómplice, finalmente de todos nosotros. Lenta la “chanca” en su recorrido por las arenosas cales del camino vecinal, nos dejó, finalmente, en su parada oficial: El Oso Bar… Ahí me esperaba “la señora de la pensión”, “Lite” Pallarés, viuda de “Gunga”, que después supe, era un verdadero personaje. La ubicación de la casa era ideal. Sí bien estaba a varias cuadras del colegio, quedaba cerca de la plaza, a la vuelta del Palacio Municipal y del cine, que era de Rubén Viale, eterno presidente de Pintense y Souza, un bancario, donde íbamos los martes a ver las series y del Club Juventud, donde jugábamos a la pelota paleta en una cancha con pared corta a la izquierda, a diferencia de la de Sarmiento de Germania que la tenía a la derecha.  Era más fácil para mí la de Pinto, ya que mi zurda no era de las mejores.

Ese lunes tuve mí primer almuerzo en Pinto: milanesas con papas fritas. Fue rápido, ya que a las 1300 empezaban las clases.  Los de primero éramos fácilmente detectables y mucho más aún “los del campo”… Por  la cara de susto, por la timidez inicial y en mí caso por el enorme portafolio, obviamente vacío, mientras los más cancheros solo llevaban un cuaderno. En la puerta nos esperaba "Meneca" Guruceaga y quien en los primeros tiempos sería mi ayuda dentro del colegio, “Cacho” Roba, que había vivido en Germania, ya que su mamá fue directora de la escuela. La bienvenida formal fue de la rectora, la señora de Rapela…. Luego un contacto con la “Vasca” Olaechea, a quien le recuerdo un parentesco con Juan Gálvez. Era el primer contacto con el mundo casi adulto. También el descubrimiento de nuestra sexualidad. En los primeros tiempos del “secundario” llegaron las primeras novias, el primer beso. El descubrimiento del sexo.  Recuerdos imborrables. Lo cierto es que  las niñas de aquellos tiempos no han perdido su belleza y algunas son sensuales abuelas. Todas ocupan un lugarcito en mí corazón, por supuesto.

Era el tiempo de “la franela”.

Bañado, cambiado, el pelo prolijamente engominado y oliendo a lavanda Fulton, estratégicamente colocada en manos, orejas, muñecas y algún otro lugar, previendo una secuencia de dispersión aromática de unas cuatro horas, aproximadamente, así derechito me mandaba al cine.

El pasaje a la aventura era entregado en un papelito, verde o rosa, según los días y según los horarios de las funciones.

Existían máximas y reglas que debían ser fielmente respetadas:

a) Debía uno comprar maní con chocolate y Sugus masticables.

b) El maní con chocolate no debía, en ningún caso ser comido antes de comenzar la proyección de la película.

c) Nunca debía uno entrar con la novia o posible novia.

d) Ellas debían permanecer a unos cincuenta metros de donde uno se encontrare

e) Las luces debían apagarse

f) No importaba en absoluto que película estuvieren pasando.

g) El acomodador debía estar muy lejos.

h) El encuentro era siempre en la oscuridad.

Y así venía la franela.

La Real Academia Española define la franela como: “Un tejido fino de lana”. Luego, pasar ese fino tejido sobre algún objeto derivaría en “franelear” una lámpara, una silla, metafóricamente, una mano. O lo que fuere.

Por aquellos tiempos en el cine se franeleaba.

El franeleo era el franeleo en sí. Por sí mismo, se agotaba allí, y es que no era fácil llegar a franelear.

Para empezar, las niñas que se ubicaban en el fondo de las filas de butacas eran consideradas loquitas perdidas por sus amigas.

Todo ello por dejarse pegotear con maní con chocolate las manos y alguna otra porción de su anatomía, durante noventa minutos.

La película comenzaba a transcurrir mientras uno se sacaba el saco y se aflojaba la corbata, luego, como quien se despereza, deslizaba la mano sobre el respaldo de la butaca para llegar así a la nuca y la espalda hasta tomar el hombro de la muchachita.

Era el comienzo de una recorrida pudorosa por la anatomía dispuesta de la niña.

La franela se extinguía por dos motivos concretos:

Por presencia del acomodador, con su linterna, buscando sin cesar emociones infantiles, alumbrando la alfombra y disparando haces de luz contra las paredes descascaradas de los palcos, y fundamentalmente, ... sobre las últimas filas, allí donde el proyector emitía otras imágenes, las que generalmente, no tenían nada que ver con la película y por el transcurso de tiempo, o el encendido imprevisto de las luces.

El esquema de la franela, no obstante, debía concluir diez minutos antes del fin de la proyección, uno debía colocarse el saco y marchar a su butaca de origen, u ocultarse detrás de las cortinas de pana de color rojo.

Luego, la porción doble de pizza de muzzarela le ganaba a la franela y ese aroma se superponía al de la colonia inicial, entonces, la expectativa se demoraba por una semana, por un mes, por una vida, o para siempre.

Por cierto que un avance hacia esa zona celosamente protegida por las niñas se daba cuando la franela se trasladaba a la plaza. Allí nos acercábamos y hasta llegábamos a rozar su sexo… Por supuesto, que los límites eran impuestos y respetados rigurosamente. La franela fue parte de nuestras vidas. Era, muchas veces, principio y fin. Lo sabíamos. Pero era maravillosa. Nos permitía compartir un mundo mágico. ¿Te acordás? Y bueno… uno  a veces se pone nostalgioso. Acostumbrados como estamos llegar al después sin pasar por el antes… Pero bueno…  No volverá a suceder… casi lo prometo. Nunca más la nostalgia.

Vuelvo a “la secundaria”.

Muchos profesores fueron trascendentes en la vida de cada uno de nosotros. Dejaron su impronta. Los varones teníamos más relación con Aldo La Falce. Nos daba castellano, educación física y también muchos lo reencontrábamos en Pintense, donde bajo la protección de “Querido” Lagos, empecé a jugar en serio al fútbol. Recuerdo que Aldo, nos hacía escribir en cada hoja de carpeta: “Las Malvinas son Argentinas”. Desde ese momento hice mía esa lucha y hoy la continúo desde el periodismo. En el segundo y tercer año, estuve de pensión en lo de Castelli, a la vuelta del colegio. Ahí éramos más. Compartíamos el lugar con un grupo de amigos y amigas, de Germania y de Granada. Hay decenas de historias que recuerdo. Las hilvanaré y las contaré. Muchas relacionadas con la vuelta al perro por la plaza y con el kiosco del “Viejo” Correa y el Rolo. Otras con el teatro, con Meneca, Caraballo y el Doctor Vercillo… La primera vez que subí a un escenario representamos a “Chejov”… Con Víctor Santos de Granada y Norma Vivas hicimos en el cine “El pedido de mano”. Fue el primer paso. Ahora sigo con esa vocación, ya en forma profesional, con obras  exitosas en la temporada geselina. La última fue “El conventillo de la Paloma”, donde interpreté Paseo de Julio, un protagónico. Este año montaremos “La jaula de las locas”,  un desafío, y otra obra, ultrasensorial, ya que se inscribe dentro de lo que se llama “teatro a oscuras”. Todos los sentidos a full, menos la vista. Hay una total ausencia de luz.

Pinto forma parte de mí vida. Está ligado a mis más fuertes afectos. Solamente viví allí desde los 13 a los 16 años… Pero jamás dejé de estar. Seguiré caminando con los recuerdos. Esta es solo el reencuentro con ellos. Les aseguro que se atropellan por salir.

 
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