El cafecito de Germán Delgado

EL JUICIO A LA ¿QUÉ?

                              

No entiendo”, “No imagino”, “No tengo claro”: estas líneas están enfermas de perplejidad. Muy lejos de jactarme de entender cuanto me parece incomprensible, insisto en no reivindicar, al respecto de los símbolos patrios y las formas de honrarlos o deshonrarlos, más certeza que la de mis dudas. Quiero entender pero no lo consigo, y hay días en que me levanto tan imbécil que me gana la risa. Perdón, señores jueces, pero es que ese poema sobre el cual deberán dictar sentencia me produjo una hilaridad incontrolable, tanto como las estampitas que por años busqué en papelerías para hacer todas esas tareas de civismo repletas de palabrería hueca, pergeñadas sin otra convicción que el miedo a reprobar ni más entendimiento que el del sobreviviente abyecto. Y lo peor del asunto es que creo que me río por la peor de las causas: como tantos babosos infumables, no entiendo y me da risa. Así es el miedo a veces; lo hace a uno reír.

Sigo, pues, con las dudas. Decía Borges que eso de “literatura comprometida” le sonaba a algo así como “equitación protestante”, y ello me lleva a colegir, no sin algún confort providencial, que el autor de El Aleph también tendría sus dudas —risueñas, ojalá— en cuanto a ciertos poemitas a la bandera. Pero de ahí a hostilizar a los símbolos patrios (situación concebible en los juegos de niños, cuando uno fácilmente declaraba la guerra a hormigas, pupitres o fantasmas) hay un mar de abstracción que es preciso ser loco para cruzar y estúpido para intentar llevar a juicio. Más estrambótico aún: juicio penal. ¿O sea que la gente va a la cárcel por escribir “contra” los símbolos patrios?  Cometer un delito así me exige una capacidad ilimitada de fantasía, de la cual por fortuna no dispongo, pues si así fuera cargaría con una bochornosa fama de lunático. Por eso me pregunto si habrá un juez lo bastante inteligente, y a la par una ley lo bastante juiciosa, para enviar al poeta blasfemo no a una ergástula infame, ni a un exilio forzoso, sino a un curso de poesía y poética. Y aquí sí no me cabe la mínima duda: sentenciar al poeta jodido a un semestre con Mario Benedetti le haría un bien indiscutible a él, y de paso un servicio a la Patria, que ya no pasaría la vergüenza de que sus hijos iconoclastas tuviesen tan mal gusto en materia de lírica, justo en el país de José Hernández, Borges y Germán Delgado.  Ahora bien: tampoco me he propuesto declararle la guerra al mal gusto. Sin él, de hecho, la vida sería punto menos o más que intolerable. ¿A quién le gustaría escuchar la Oración a la bandera en el taxi, el restaurante o el prostíbulo? No, señores fiscales y poetas malitos que los desvelan, me van a perdonar pero ese espacio pertenece a Andrés Calamaro, a Joaquín Sabina o a Joan Manuel Serrat, o a la misma Nacha Guevara, pues sin ellos tendríamos que vivir bajo la tiranía de un paisaje perpetuamente exquisito, de modo que en un tris la exquisitez sería mera ordinariez. Defiendo mi derecho a ser kitsch, y a mentir, si es preciso, en mi defensa, pero no acabo de entenderlo como obligación; menos aún como dogma. ¿Tengo acaso una patria pétrea, rígida, indeformable? ¿Una patria que no oye ni entiende y se conforma con la mera pantomima de quienes se le rinden sin conciencia ni honestidad siquiera? ¿Una patria dictatorial de origen? ¿Está entre las atribuciones de jueces y fiscales definir el concepto de Patria, jerarquizar sus símbolos y valores, erguirse en Santa Inquisición, ejercer la crítica literaria, protegernos del vandalismo poético? Si es así, bien harían en revisar la Constitución Nacional: seguro que contiene herejías suficientes para purgar la memoria del poeta. Luego pueden seguirse con la prosa: ¿Cómo es que Terra Nostra no se llama, mejor, Nuestra tierra? ¿Y qué tal si a El Código Da Vinci lo ubicamos en Villa Fiorito? Señor juez: me acuso de iniciar con una frase de Frank Zappa para luego escribir sobre símbolos patrios. No reclamo inocencia, sino apenas el atenuante de la ignorancia. Le ruego me sentencie a quedarme así.

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