Sobre el amor otras cosas no menos importantes
RECUERDOS
Un
cuento de Eduardo Minervino
Permiso poeta,
aquí estamos nuevamente,
para ver si esta vez ganamos”-
me dicen mis camisas viejas, mis gastados jeans,
todos estos zapatos desabrochados por la luna.-
“Otra vez te traemos los recuerdos”.
Sin embargo, yo nada quería con mis antiguos habitantes,
ya que me tiraban raíces a los días y me detenían.
“Queremos que escribas tus memorias y nos incluyas” — insistían.
Entonces le mostré las líneas de mi mano
para decirles: “Ahí están mis memorias,
en cada camino que recorrí y en cada estrella que miré con ella.
Convivir con los recuerdos no es fácil. A veces, muy pocas, te dan
instantes de felicidad. La mayoría del tiempo, se enseñorean con la
soledad y son cómplices de la tristeza. Germán estaba acostumbrado a
cohabitar con ellos, aún con los más tristes. Desde
que salió del pequeño pueblo que lo vio nacer, Germania, ubicado en
el noroeste de la provincia de Buenos Aires, cerca del límite con
Santa Fe, se transformó en errante viajero con sus mochilas a
cuesta. Una con la ropa y algunos objetos queridos. La otra con sus
despedidas y soledades. Vivió algunos amores y muchos amoríos. En
algún pueblo le pareció que empezaba a echar raíces, pero al poco
tiempo, decidía seguir su peregrinaje. Lentamente se fue acercando
al mar. Se sentía cómodo, lo vivía, como si hubiera sido parte de
él. Estando en España, un día sintió el irrefrenable deseo de volver
a la Argentina. Lo hizo, y antes de llegar a su pueblo, ubicado a
900 kilómetros del Atlántico, quiso pasar algunos días en una playa.
Así llegó a Villa Gesell. Como siempre, apenas hubo dejado el
equipaje en un hotel, salió a conocer el lugar. Lo hacía utilizando
sus cinco sentidos. “ Todo me importa en cada sitio – pensaba desde
siempre – el paisaje se ve, se oye, se toca, se huele, se saborea
... Como la mujer ... Cuando todos los sentidos dicen si ... Se goza
intensamente”.
Fue al bosque. Se confortó con el canto de los pájaros, reconoció
decenas de árboles, tocó cientos de hojas, olió decenas de flores,
tuvo en su los pétalos y descubrió otros sabores. Cuando se estaba
acercando al Museo, se encontró con una persona. Recordó algo de la
historia de la villa, y aprovechó para preguntarle por la casa de
don Carlos Gesell. “Esta es una de ellas – le contestó mirando
hacia una pequeña, que estaba al lado de un viejo molino. - La
otra, la última, está un poco más allá – agregó señalando hacia el
mar” Le agradeció y se encaminó hacia la primera, hoy museo. Lo
recorrió con tranquilidad, mirando cada uno de los objetos con
interés. “Esta es mi vida – pensó nostalgioso – podría resumirse en
un museo. De cosas, pocas y de recuerdos, muchos. Nada más. Parece
mentira, después de tantos años, haga lo que haga, viva donde viva,
ella siempre aparece. Y pasaron tantos años…” Cuando salió de allí,
se dirigió al chalé recorriendo un camino breve, rodeado de añosa
vegetación. Apenas lo tuvo ante sus ojos, sintió un raro escozor.
“Yo estuve acá – pensó – a este lugar lo conozco”. Pudo entrar a la
casa, hoy transformada en lugar histórico y sentir la energía que
existía en el mismo. “No cabe duda que la fuerza del viejo, todavía
está aquí. El hizo de la nada un lugar mágico... Quizás...” sacudió
la cabeza y encaminó sus pasos la playa.
Comenzó a caminar lentamente, mojando sus pies en el mar. Lo hacía
sin rumbo, simplemente, lo hacía. De pronto sintió la necesidad de
detenerse. En ese lugar preciso, lo invadió una sensación de
plenitud. Hasta una leve sonrisa se dibujó en sus labios,
acostumbrados a los rictus amargos. Sin saber exactamente por que,
se sentó en la arena, de cara al mar. Entrecerró los ojos, dejó
vagar libremente sus pensamientos y estos los llevaron a su viejo
pueblo, a su adolescencia, al pueblo vecino donde vivía su primer
amor. Y recordó muchos de los momentos vividos, los buenos y los
malos. De pronto, sintió una suave voz que le decía: “Lo notaste….
Solo lo hacen los elegidos. Estás en La Playa de los Milagros, el
lugar en donde todo es posible. Lo que se piensa aquí, los sueños
incumplidos se cumplen. Y a vos te pasará eso. Por que vos elegiste
la playa y esta también te eligió a vos”.
Abrió los ojos y vio a su lado a una mujer vestida con ropas que le
llamaron la atención. Era morena, de cabellos muy largos. Una túnica
blanca, muy larga, le otorgaba un raro aspecto. Cadenas con medallas
pendían de su cuello. “¿Qué me está diciendo- dijo Germán- qué es
eso de la Playa de los Milagros?”.
“Es solamente eso – dijo la mujer- solamente eso. Una playa, en la
que se producen milagros. Pero no es para todos. Es solamente para
los enamorados que viven detrás de un sueño. El que nunca han
perdido”. “Entonces – dijo Germán – yo…” “Sí – dijo la mujer – si.
Solamente deberás creer que es así. Y luchar por el. Más allá de las
palabras. Con hechos concretos- Todo ahora depende de vos” – dijo y
se desvaneció en el atardecer marino.
Germán no salía de su sombro. “Quizás… este sea el momento” – se
dijo -. Se quedó en la Playa de los Milagros hasta que entró la
noche. Un poema, quedó escrito en su mente:
Mientras
viva
seguiré intentando
repoblar tu cabeza
con palabras precisas, con versos tiernos,
con retazos de sueños con orden y con recuerdos.
Mientras quede
un hilo de esperanza;
con la sangre en vilo,
serás mi empresa imposible, mi carta marcada,
mi razón con receta, mi Macondo.
Acepto ser,
si es preciso,
como el coronel Aureliano Buendía,
y emprender treinta y dos guerras civiles
y perderlas todas.
Pero teniendo la certeza que al final,
el recuerdo será presente.
Cuando volvió al hotel sacó su libreta de apuntes, arrancó una hoja
y la arrojó al cesto de papeles. Allí había escrito un poema la
noche anterior, mientras viajaba.
Llueve.
Le falta Norte a mi memoria
Suicidado de espantos
Hurgo este cementerio de papeles
Para inventar insomnios
O evocar inexistencias |